domingo, 3 de marzo de 2013

DONOSTIA CONNECTION II.

   El juez Martín Ferrer comenzó a hablar:
- Bien, aquí tengo la declaración que el señor Zolo me realizó en el Juzgado, ahora pasaré a leérsela.

   - Empezaba a amanecer cuando me desperté al oir un tremendo estruendo, después todo ocurrió en apenas un pestañeo...

   Mi mujer me preguntó: Txomin, ¿Has oído? Antes de que terminara la frase irrumpieron en nuestro dormitorio enormes sombras verdes con pasamontañas negros, portando armas cortas con una pequeña linterna debajo del cañón -cuyo haz de luz apuntaba directamente a mis ojos y me cegaba-, y que al grito de: 
¡Guardia Civil, Guardia Civil, pónganse boca abajo con las palmas de las manos sobre la nuca! Me inmovilizaron, me colocaron una cinta de plástico duro en las muñecas, cuyo cierre sonó como una cremallera al subirse, y a una presión tal que me hizo sentir un leve cosquilleo en las yemas de los dedos, mientras una mano enguantada en piel, me agarró fuertemente del poco pelo que tengo, me alzó la cabeza doblándome el cuello hacia atrás, mientras me apretaba fuertemente con su otra mano a la altura de los mofletes, por efecto de esa maniobra, mi boca se abrió, y otro enmascarado me metió una bola de una sustancia que no pude identificar, y que al introducirla en mi boca, aumentó de tamaño, lo que hacía imposible tanto expulsarla como gritar. Me levantaron y me llevaron en volandas entre dos de los hombres -pude contar hasta cuatro de ellos-, traspasé la puerta de entrada con los pies en el aire, bajamos por las escaleras desde el tercer piso, donde se ubicaba mi vivienda, al llegar al portal, dos hombres con uniforme de guardia vivil, con el rostro descubierto y armados con metralletas largas esta vez, custodiaban la puerta. Al vernos llegar dijeron:
-Despejado, no hay indios. Vehículo convenido.

Uno de los hombres que custodiaba el portal nos acompañó, y abrió la puerta de un vehículo 4x4 tintado de un verde muy oscuro, no era el tintado clásico verdiblanco de los automóviles de la Guardia Civil, este color de pintura sólo lo había visto por televisión, cuando en los noticiarios informaban de la detención de algún miembro de ETA. Después, al acordarme de mi mujer, alcé con un movimiento reflejo la vista hacia nuestro balcón, y allí arriba se encontraba uno de los encapuchados, deduje que la estaban vigilando para que no alertara a los vecinos, tal vez pensaban que conmigo pasaría como con los militantes de ETA, pero no hubo ningún conato de protesta vecinal o de intento de impedir la detención, o...secuestro. 
Justo al concluir esta reflexión, caí en la cuenta de que no me habían enseñado ninguna orden judicial, y que, tal vez, la palabra secuestro no estuviera tan alejada de la realidad, me estremecí al recordar los detalles de la investigación periodística que llevé, hacía pocos años, sobre el secuestro y asesinato de Lasa y Zabala, y el periplo que pasaron desde que fueron detenidos en Bayona en 1983, desde donde les condujeron al Palacio de la Cumbre, en San Sebastián, donde fueron torturados. Debido al estado en que quedaron, el general Galindo, con el conocimiento del Gobernador Civil de Guipúzcua, Julen Elgorriaga, ordenó su desaparición, de la que se encargaron los agentes de la benemérita: Enrique Dorado y Felipe Bayo, trasladándolos a Bussot, provincia de Alicante, donde cavaron una fosa, les pegaron tres tiros en la cabeza a cada uno y los enterraron, los cuerpos fueron descubiertos en 1985, pero hasta diez años más tarde no pudieron ser identificados debido a que fueron enterrados en cal viva. 
Un calambre de terror me recorrió el cuerpo, me moví e intenté gritar, pareció que el guardia civil que tenía al lado me había leído el pensamiento al espetarme:
-Tranquilo, tenemos orden judicial, no te la meto en la boca porque no te cabe, esto te pasa por ayudar a la basura que nos mata. 
Intenté decir que era un error, que yo era abertzale, independentista de izquierdas, pero que nunca había colaborado, ni ayudado a ETA, evidentemente, no pude articular palabra.

Los hombres que habían custodiado a mi mujer cruzaron la puerta del portal y se introdujeron en el vehículo situado detrás del que me encontraba.
El hombre sentado a mi derecha informó al conductor:
-Ya están dentro, a escape. 
El todoterreno, que había permanecido en marcha todo este tiempo dio un brusco acelerón y salimos disparados hacia las afueras de la población.
El cartel de Usurbil con una franja roja diagonal sobre el nombre, fue lo último que ví, ya que me colocaron, lo que deduje era un antifaz, a continuación mi visión ennegreció por completo.
Pocos segundos fueron los que conseguí mantener la concentración, e intentar reconocer el camino que seguía la gran caravana movilizada por un triste periodista como yo.
Tras estos breves momentos de visualizar en mi mente la carretera GI-20, muy conocida por mí ya que la recorría todos los días , en el camino de casa al trabajo, en Donostia, y del trabajo a casa, perdí el hilo y mis pensamientos volaron a lugares dominados por el temor.

Tras unos quince minutos de trayecto, reconocí claramente que nos encontrábamos en Donosti, los característicos sonidos de su denso tráfico lo revelaban, podría ser que la razón por la que me habían colocado el antifaz era la de asustarme, y ponerme en una posición sumisa.
Un serpenteante recorrido terminó en una brusca parada, tras unos segundos oí el chirriar de una puerta metálica al abrirse y, lentamente el coche inició un descenso pronunciado que me resultó interminable. El vehículo se detuvo, me quitaron el antifaz y la bola de la boca, tragué saliva y parpadeé por la vuelta precipitada de luz a mis ojos.
Me sacaron del coche, la mayoría de los guardias salieron por diversas puertas del garaje en el que nos encontrábamos, a mí me llevaron a una metálica de ascensor, me acompañaban los dos hombres que habían viajado a mi lado. La puerta se abrió, entramos, el guardia que presionó el botón ocultó con su otro brazo, con un movimiento que parecía tenía mecanizado, el número, no había indicador de  en qué piso estábamos, ni a cual nos dirigíamos, tras unos segundos el ascensor se detuvo y se abrió la puerta.
Dos hombres, uno de paisano y otro de uniforme tradicional esperaban, el de uniforme me cogió del brazo derecho y seguimos al de paisano. Recorrimos un largo pasillo, el hombre que caminaba delante, vestido con camisa de cuadros blancos y marrones, con un chaleco de cazador encima y pantalón vaquero llamó a una puerta, la puerta fue abierta desde el interior, el cazador se giró hacia el de uniforme y le espetó:
-Ahora es todo nuestro, puede retirarse. 
El otro respondió con el saludo militar, colocando las puntas de los dedos sobre la sien derecha. 

La estancia era una sala de interrogatorios, no habían espejos tal y como suelen aparecer en las películas, todas las paredes eran blancas, relucientemente blancas, en el centro había una silla metálica atornillada al suelo, la iluminación era intensa. Allí se encontraban dos hombres vestidos de paisano, uno de ellos de más edad, bigote blanco y aires marciales.
El más joven, vestido con un chándal negro, sacó unas tijeras de una bolsa que llevaba colgada sobre su costado, cortó la cinta que me aprisionaba las manos y, de un empujón, me sentó en la silla. 
El más mayor, con jersey azul claro y pantalones de pana, que tenía todas las trazas de llevar la voz cantante, se dirigió a mí:
-Ahora vas a contarnos todo lo que sabes sobre tu amiguito Urko Otamendi...
Tras unos segundos en que mi mente se quedó en blanco, de repente, noté como un sudor frío comenzaba a brotar de mi frente, ¿Urko Otamendi? Conocía el nombre, por supuesto, había pertenecido al aparato militar de ETA, pero según mis informaciones había caído en desgracia y ya no pertenecía a la organización, por supuesto, jamás había cruzado una palabra con él.


                                                        (continuará)

 
 

6 comentarios:

  1. Detrás de este relato, me da la sensación que se esconde un comisario Scialoja, con valores y una honradez a prueba de bombas...

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  2. Ay Smoker Man, ya le gustaría eso a Lester, ya, pero...

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  3. Lester, eres un crack. Da la sensación de que tus relatos se puedan convertir en una adictiva novela por entregas.

    Me gusta el aire que se respira en "Donostia Connection".

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  4. Un elogio de alguien con tanto rigor como tú, Doctor doctor, please, me hace feliz.

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